miércoles, 24 de setiembre de 2008

El sueño de San Pedro


“Tú, has venido a la orilla, no has buscado ni a sabios ni a ricos, tan solo quieres que yo te siga. Señor, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre. En la arena he dejado mi barca: junto a Ti buscaré otro mar…”

Yo fui de carne y hueso como todos ustedes; fui pescador pobre y nadie daba medio pelo por mi; mis redes estaban viejas de tanto coser; mi barca, apenas podía sostenernos en el lago Genesaret; mi hermano Andrés decía que un día llegaremos lejos, pero yo replicaba que seguiría en la pobreza y la mediocridad.
Yo era rudo y hablaba con coraje, quizá por la rabia de saber que todos los días sería igual. Lo que ganaba me servía para emborracharme; si sobraba, le daba a mi mujer. Vivía con mi suegra en la aldea de Betsaida, en la región de Galilea. Me gustaba pelear y enfadar a los demás.
Si me buscaban, me encontraban. No soportaba reproches; mi mujer sufría de martirios y yo nunca la comprendí. Vivía mi propia vida, sobre el lago y mi barca. El alcohol ayudaba a ahogar mis penas. Nadie me iba a cambiar; solo mi hermano insistía para predicar el evangelio con Juan el Bautista, ese hombre que bautizaron en el río Jordán.
Lo escuché por cansancio. Dios estaba con todos, menos conmigo, decía. Un día, una extraña sensación me escarapeló el cuerpo. Era de día. Un hombre, de unos 30 años, cabellos largos y castaños y barba crecida, se acercó a mi a mi y me dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas (que se interpreta como Pedro).
Yo no lo oía, lo escuchaba. Dios se acordó de mi, era su hijo. Señor, me has mirado a los ojos; no has buscado ni a sabios ni a ricos, tan solo quieres que te siga. Yo, pescador, en la arena dejaré mi balsa y junto a Ti, buscaré otros mares.
Señor, los hombres te han crucificado, perdónalos, no saben lo que hacen. Tu palabra siempre estará conmigo. Viajaré por todos los mares y te prometo, Señor, que los guiaré y les enseñaré tu palabra.
El viaje fue largo y no recuerdo cuándo ni cómo llegué a una hermosísima caleta, de mar tan azul como el cielo y arena tan suave como tus sentimientos.
Era maravilloso. Unas barcas viejas como la mía reposaban sobre su mar. Sobre ellas, dos pescadores jóvenes sacaban su riqueza. Hablé con ellos y, tímidos, me comentaron sus esperanzas. Decían que esta caleta será un día un gran puerto, con gente buena y trabajadora, con industrias limpias que darán empleo a sus hijos y su futura generación. Soñaban como niños. Señor, haz que su deseo se haga realidad.
Caminé para visitar a su gente y conocer su ciudad. Habían pocas casas, la actividad giraba en torno a la pesca artesanal, como en mi tierra. También habían enormes campos de cultivo de maíz y camote. Me parecía perfecto y decidí quedarme un tiempo por acá. Me emocionaba pensar en el futuro de esta linda caleta.
Una noche, después de una larga caminata, me eché a dormir sobre la arena, frente al mar azul. Estaba tan cansado que mi sueño fue largo, pero aterrador.
Soñé que los dos jóvenes pescadores ya no estaban sobre sus barcas. El mar no era azul sino negro; ya no había la arena blanca sino enormes piedras que defendían una ciudad de la furia del mar. Lo que era peor, unos enormes fierros se ensañaban con el cielo arrojando inmensas humaredas blancas. No entendía lo que pasaba. Las lanchas fueron cambiadas por monstruosos barcos depredadores.
Las calles estaban llenas de gente. Cuando pregunté por qué dañaban al cielo y por qué mataban nuestro mar, todos me respondían mal. “Es el progreso”, decían unos. “Gracias a ello hay pan en nuestras mesas”, afirmaban otros.
Seguí mi camino sin rumbo por la orilla y no dejé de sorprenderme cómo arrojaban sin parar aguas negras y pestilentes al mar, muy cerca donde jugaban niños descalzos y desnutridos. No podía creer que sobre ese sucio mar unos pescadores estaban sacando peces para comer y vender.
Desesperado y aturdido caminé hacia el oriente creyendo que la cosa sería otra, pero me equivoqué. Era igual o peor. Tres muchachos fumaban angustiados y frente a ellos una pobre mujer era asaltada sin piedad. Con cuchillos y una extraña escopeta –trampera le dicen ahora- huían los agresores.
Quería despertarme y no podía. Morros de basura en las esquinas, gente alimentando este nauseabundo desperdicio, orinando a vista y paciencia de todos. Un anciano me dijo que no le tomara importancia porque eso era cuestión de todos los días. Antes de partir me advirtió que tomara otro camino porque por ahí asaltaban y no había policías que me defiendan.
Me detuve un momento para meditar qué había pasado. De pronto, un jovencito trepado sobre un carro me gritó irrespetuoso: “si no vas a subir muévete tío, que no dejas subir a la gente”. Dicen que son las combis y que por una ‘quina’ arriesgan la vida de sus pasajeros.
No podía imaginar cuánto creció la ciudad. Caminaba sin parar hasta llegar a una plaza. El sol era muy fuerte y me senté a reposar en una banca; no pasó mucho tiempo y una mujer robusta y de fuerte perfume se acercó y me susurró en el oído: “Para ti, son 10 soles”.
Las horas pasaron y ya era de noche. Me extrañaba ver a esos jóvenes vestidos con ropas de mujer; o a esos adolescentes atacándose sin razón, con cuchillos y armas de fuego. Les dicen pandilleros.
Mientras todo eso sucede, el humo de las fábricas seguía matando a la gente. Quise hablar con los dueños de estas empresas, pero me dijeron que no vivían en esta ciudad, que habitaban con toda su familia en una lujosa casa de Miraflores, en Lima, y que solo llegaban para cobrar su dinero.
Señor, entré a un templo para pedirte que me expliques qué había pasado. Mientras oraba, escuché cuando una pareja de esposos te pedía ayuda porque sus problemas personales los agobiaban, pero miraban con desprecio al pobre niño que solo quería venderles caramelos para comer.
Era 29 de Junio y un mar de gente alzaba una imagen de yeso poco parecida a mi. Me adoraban y pegaban dinero sobre el traje. Al preguntar quiénes eran estos señores de relojes y collares dorados, me dijeron que eran los dueños de las fábricas. Veinte soles era el precio que pagaban por contaminar el ambiente y matar a mi gente.
Después llevaron la imagen sobre un bote y la obligaron a pescar. Dicen que los 12 meses siguientes serán buenos si la pesca de hoy también lo es. No sé que decirles. Pobres ustedes, piensan que esa efigie me reemplaza y le piden mi bendición, incluidos a esos empresarios que destruyen mi mar.
No pude soportar más y desperté asustado. En verdad fue una terrible pesadilla. Una hermosa caleta como esta no puede convertirse en todo eso. Esta caleta será una tierra de promisión, donde empresarios y trabajadores luchen por un futuro beneficioso, sin opresión de uno ni beneficio de otro. Esta caleta la llamaré Chimbote. Ustedes, jóvenes pescadores, construirán sus esperanzas y cosecharán sus triunfos.

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