
Él vio lo que otros no veían. Él encontró lo que otros no buscaron. Sin pretenderlo, él fue lo que otros querían ser. Le bastó su olfato periodístico, ese que, con el tiempo, se volvió más agudo. Pero no lo podía hacer solo. Bob Woodwar necesitaba a alguien más. Entonces apareció Carl Bernstien, un perfecto desconocido.
Ninguno sabía de política. No tenían fuentes y en la sala de Redacción del Washinton Post, el diario norteamericano más influyente, eran los menos reconocidos. Woodwar, incluso, estaba con un pié afuera antes de aquel 17 de junio de 1972, el día que cinco burócratas autodenominados anticomunistas fueron aprehendidos como ladrones en el edificio Watergate.
Su jefe le dijo ‘cubre esa noticia’, suponiendo que no pasaría de un mero robo, de esos que ocurren en cualquier parte del país. Woodwar no lo vio así. Le era extraño, muy extraño, que esos hombres de saco y corbata hayan entrado a robar. Así descubrió una estrecha relación del Gobierno y esos “anticomunistas”.
Escribió la historia a sus jefes, pero no le tomaban importancia. Bersntein leyó la nota. Lo reacomodó, le dijo que estaba mal redactada. Del recelo pasaron a la amistad. Sin mayores referencias iniciaron la búsqueda de información. Hablaron con uno y otro y empezaron a reunir evidencia: el presidente Richard Nixon estaba embarrado.
Los editores, que se resistían a creer a este par de novatos, les dieron confianza, apremio que ganaron gracias a ese agente al que apodaron “Garganta Profunda”, un misterioso personaje que les llevaba hacia el hilo de la madeja.
El Comité de Reelección de Nixon estaba cayendo. Toda una red de espionaje a los candidatos de oposición se había montado. Y no había reparos en sobornar y destinar millones de dólares para la sucia campaña. La orquesta había sonado y con resultados óptimos para Nixon. Pero no todo era perfecto.
Presionados por Woobwar y Bernstein, todos los hombres del presidente fueron hablando. El escándalo era cada vez mayor y se formó una comisión investigadora. Nixon se defendía. “No sé nada”, decía. Y el Washinton Post lo seguía delatando.
Pero no pudo más. El 24 de julio de 1974, la Corte Suprema acusó al presidente de obstruir las investigaciones judiciales, abuso de poder y ultraje al Congreso, y de haber utilizado a la CIA y el FBI con fines políticos. Estaba acorralado. El 8 de agosto de ese año renunció a la Casa Blanca. Fin a un gobierno de mentiras y espionajes.
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